Genuina y excepcional, la obra de Juan L. Ortiz sigue fluyendo (para usar la metáfora acuática, central en la escritura del poeta) a lo largo del tiempo. Su literatura se volvió un símbolo de la libertad y consistencia que un proyecto estético puede asumir, incluso en condiciones de austeridad y distancia de los centros culturales. Ortiz había nacido en 1896 en Puerto Ruiz, en la provincia de Entre Ríos.
Hasta su jubilación, trabajó en el Registro Civil de Gualeguay. Lector de Rilke, Juan Ramón Jiménez, Mallarmé, Poud y Eliot, publicó sus primeros poemas en diarios radicales y anarquistas. A instancias de Salvadora Medina Onrubia, durante su estada en Buenos Aires empezó a colaborar con La Protesta y Crítica; de regreso a Gualeguay, escribió para medios del Litoral. Su primer libro, El agua y la noche, de 1932, vio la luz gracias a la ayuda de Carlos Mastronardi, César Tiempo, Cayetano Córdova Iturburu y Ulyses Petit de Murat. Solo dos veces viajó al exterior: en 1914, hizo una escapada en barco a Marsella y, en 1957, integró una delegación que viajó a China y otros países socialistas.
Este año se cumplieron 40 años de la muerte de “Juanele”. Después del golpe de Estado de 1976, su vida se hizo más difícil. Para sobrevivir, muchos de sus amigos escritores, cineastas, críticos literarios, militantes políticos y sindicales debieron exiliarse o mantener un prudente perfil bajo. El poeta Hugo Gola contó que Ortiz nunca se había recuperado de la destrucción completa, por medio del fuego, de la edición en tres tomos de En el aura del sauce lanzada por la Biblioteca Popular Constancia C. Vigil, en Rosario, por iniciativa del editor y poeta Rubén Naranjo. Gola señalaba que con ese acto de bibliocastia llevado a cabo por militares en 1977 se habían perdido las pruebas de un cuarto tomo con textos inéditos.
Faro y emblema de un grupo de creadores que incluía a Juan José Saer, Marilyn Contardi, Alfredo Veiravé, Gola y Mario Medina, el poeta de Gualeguay solía espesar dos instancias, la amistad y el río, en sus poemas: “Me has sorprendido, diciéndome, amigo, que ´mi poesía´/ debe de parecerse al río que no terminé nunca, nunca, de decir”.
Bromeaba con que era un hombre sin biografía. Su poesía, “desvelo tiernísimo y herido que se ilumina a la vez de profecía” estaba sometida al cambio permanente.
“La conmemoración de los 40 años de la muerte de Juan L. Ortiz nos impone pensar en el final, en su poesía última”, dice el escritor, editor y crítico Sergio Delgado, responsable de la colección El País del Sauce en la Editorial Universitaria de Entre Ríos (Eduner).
“Cuando un poeta muere, las palabras del final marcan las del principio y esto es muy significativo en el caso de una obra que nunca deja de crecer y en la que el tema de la muerte exige particular vigilancia. En uno de sus primeros poemas, escrito hacia 1924, aparece esta pregunta: ´Qué será de nosotros / de aquí a doscientos años? / Qué seremos ¡Dios mío! qué seremos? / dentro de cien, / dónde estaré yo?´”. Esa inquietud tiene hoy, para Delgado, mucha vigencia. “Interpela nuestra condición de lectores que todavía no hemos podido dar a un poeta como Juan L. Ortiz un lugar justo en nuestra literatura, un lugar donde pueda, precisamente, ´estar´”.
Juanele reunió sus poemas en un único y arborescente libro: En el aura del sauce, compuesto por 13 títulos. En su doble rol de poeta y editor, había publicado 10 en pequeñas tiradas; los otros tres fueron incluidos en la edición de la Biblioteca Vigil, de 1971. Ahí aparecieron El junco y la corriente, el magnífico El Gualeguay (con más de 2.600 versos) y La orilla que se abisma.
En 1966, la publicación de Obra Completa celebró el centenario del nacimiento del poeta y, este año, la editorial de la Universidad Nacional del Litoral y Eduner se unieron para una nueva edición corregida y ampliada. “Al pensar la muerte, Ortiz la instala en el seno del presente y la convierte en la base de una utopía, de una lúcida reflexión sobre el futuro. Editar a un poeta como él nos obliga a tener en cuenta esa dimensión futura de su obra”, sugiere Delgado. Que aflora, además, en los pliegues de la escritura: “Pero vino Septiembre y una mañana apareció así lo mimos que / una novia,/ y abría los ojos pálidos, de seda, sobre el sueño lastimado”. El 2 de septiembre de 1978, Ortiz murió en la ciudad de Paraná. Y nacía un mito. (La Nación)