La decana de la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba, Elena Pérez, asegura que el lenguaje inclusivo pone sobre la mesa otras disputas: las que dan las mujeres y los colectivos LGTB en torno a su visibilidad. Y es que el idioma es refractario a los cambios, las luchas y la ampliación de derechos. De este modo se crean nuevos sentidos al interior del habla. “El uso del lenguaje inclusivo no está sistematizado, se encuentra en una instancia bisagra que es muy interesante por la incomodidad que genera. Es como un fueguito que se usa para llamar la atención sobre los cambios sociales que están en marcha”, asevera esta especialista, que este lunes dio una conferencia sobre este tema en el marco del Festival de la Palabra. En ese marco, destaca que “quienes utilizan el habla cotidiano se apropian de la lengua y la actualizan. En ese sentido, la Academia va a la zaga porque su rol es el de preservar una normativa que a lo largo del tiempo termina quedando fosilizada. Es ahí, en esa tensión, donde se produce una lucha interesantísima”.

– En vísperas de un nuevo Congreso de la Lengua, la Real Academia insiste en que ciertos desdoblamientos del lenguaje son artificiosos e innecesarios. ¿Qué opina usted?

– Como académica, tomo con mucha seriedad el tema del lenguaje inclusivo. Y como mujer de esta época, me doy cuenta de que el lenguaje es la superficie donde están impactando otras luchas. Hace aproximadamente 15 años estuve estudiando en España y nadie podía abrir una conferencia sin decir “bienvenidos y bienvenidas”. Pero curiosamente la cuestión ha estallado aquí, en Argentina, en un momento en que las mujeres estamos pidiendo por otros derechos; por ejemplo, la sanción de la ley de interrupción voluntaria del embarazo.

– ¿El lenguaje inclusivo es solo un tema formal?

– No. El lenguaje inclusivo tiene que ver con luchas que se visibilizan en el idioma. El idioma está hecho de historias, pactos, palabras cuyo significado cambia. Cuando se hace un libro en inglés, la palabra “desaparecido” sigue siendo escrita en español porque tiene un significado especial para nosotros. Entonces mi responsabilidad es estar al tanto de esas cuestiones que en la cultura se están moviendo. Yo no soy solo la decana de una facultad que mira solo el sistema fosilizado de la lengua. Soy también una persona atenta a las cuestiones que estamos debatiendo fuera de la academia porque el lenguaje está ahí también. En ese sentido, la RAE ha revisado algunas cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Los colectivos feministas han tenido la capacidad de hacer reclamos a tiempo y de cambiar definiciones como la de “sexo débil” que la RAE modificó en 2017. O las palabras que se agregaron en el diccionario que se presentó en diciembre de 2018. Por ejemplo, el significado de “sororidad” que aparece como un grupo de mujeres con decisión de empoderarse. Esa es la definición nueva de la RAE con respecto a una palabra que ya tenía otro significado, más cristalizado.

– ¿Qué sucede, entonces, en la tensión entre la norma y el lenguaje como materia viva?

– Las academias tienen un carácter regulador. Así es como toman lo que la gente ha decidido hacer y lo convierten en norma. La Academia nunca va delante de los hablantes: son los hablantes los que constituyen el mascarón de proa. Si fuera por la Academia, los profesores de lengua estaríamos hablando en latín del siglo VII. Todos los procesos de modificación de las palabras los han hechos los hablantes, a pesar de la Academia y a pesar de la lengua escrita, que es la variante más culta del sistema. La lengua culta es como el par de zapatitos que tenemos reservados para las fiestas. No se deforman, permanecen casi intactos. En cambio la palabra que está en boca del pueblo, es la que rápidamente evoluciona. El principio más elemental del habla es la comunicación fluida. Y, aunque no suene amable, se rige por la ley del menor esfuerzo. Si cuesta trabajo decir “septiembre” terminará siendo “setiembre”.

– La RAE también dice: “La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo va contra el principio de economía del lenguaje”

– Es cierto que resulta un poco fastidioso escuchar “alumnos y alumnas”, “señoras y señores”, “bienvenidos y bienvenidas”. Lo siento si estamos perturbándolos, señores de la Academia. Pero aquí una mujer es asesinada cada día. Además, nosotras ganamos menos que los varones, somos las secretarias y no las jefas del directorio, no cobramos por las tareas del hogar ni tenemos los meses de licencia que nos corresponden. Así que disculpen que los molestemos con la “a”.

– Hay personas no binarias que no se sienten representadas ni por la “o” ni por la “a” y proponen la “e” o la “x”. ¿Cuál es su postura?

– Es una aspiración legítima. Sin embargo, aún puede producir una falta de empatía con muchos hablantes. Y eso podría poner en retracción lo que se lleva ganado. Aun así es necesario seguir luchando, sabiendo que la satisfacción no será urgente porque los procesos de la lengua son lentísimos. Y es que están hechos en base a acuerdos que no se logran de la noche a la mañana.

– ¿Cómo repercuten estos cambios en las instituciones educativas?

– Es un pacto que ya está funcionando. Por ejemplo, muchos profesores dicen “podemos hablar con la ‘e’ en clase pero cuando presenten la prueba de ortografía, lo quiero en masculino”. También ha ocurrido que los alumnos digan: “Uno de los participantes de este grupo no quiere que hablemos con ‘e’ o ‘x’ así que presentamos nuestro escrito en masculino”. Lo importante es que dejen constancia de esa decisión porque es eso lo que da cuenta del conflicto. El uso del lenguaje inclusivo no está sistematizado, se encuentra en una instancia bisagra que es muy interesante por la incomodidad que genera. Es como un fueguito que se usa para llamar la atención sobre los cambios sociales que están en marcha.

Clarín

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