Fabián Tomasi, el entrerriano que fue símbolo de los estragos que provoca en la salud el uso desaprensivo de los agrotóxicos y que murió en 2018, es protagonista de una muestra en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Las esculturas de Tomasi, que lo muestran tal y como terminó sus días, forman parte de la muestra “La opacidad de lo evidente”, de Martín Di Girolamo y curaduría de Fernando Farina. Se la puede visitar de martes a jueves, de 13 a 19, y viernes, sábados y domingos hasta las, con entrada libre y gratuita, hasta el 10 de octubre.
Tomasi falleció en 2018. Había sido peón de campo y obrero antes de conseguir trabajo en 2005 para la empresa Molina en su Basavilbaso natal.
«Nunca pensé que iban a descuidar tanto. Yo tenía que abrir los envases (de agrotóxicos) que dejaban al costado del avión, volcarlo en un tarro de 200 litros para mezclarlo con agua, y enviarlo al avión a través de una manguera», recordó en una entrevista con Télam hace unos años. Sólo le habían dado un consejo. «No lo hagas en contra del viento, así los gases no te afectan», le aclararon.
Durante años realizó tareas de carga y bombeo en una empresa de fumigación. Su imagen se hizo mundialmente conocida cuando Pablo Piovano lo retrató en su exposición El costo humano de los agrotóxicos.
El 7 de septiembre de 2018, tras no haber resistido su última internación, murió en la ciudad de Basavilbaso.
Su caso venía siendo el más emblemático del daño causado a los obreros por los agrotóxicos. Trabajó durante años en tareas de carga y bombeo en una empresa de aplicación aérea. Sufría polineuropatía tóxica severa y atrofia muscular generalizada, lo que lo obligaba a estar postrado en su casa con solo 52 años.
No usaba nada que lo proteja de los venenos que manipulaba. Ni guantes. Él no quería colocarse los trajes, porque eran insoportables -sobre todo en verano-, pero tampoco se lo exigían los hermanos Molina, sus jefes, que años más tarde murieron de cáncer. Incluso solía trabajar descalzo. Su piel entró en contacto con glifosato, DDT, endosulfán y otros agroquímicos, algunos de los cuales hoy están prohibidos en el país.
Entonces llegaron los síntomas y los tratamientos de Tomasi, pero faltaría bastante hasta dar en la tecla con el diagnóstico. «Muchos no supieron o no quisieron decirle lo que tenía, hasta que llegó a conocer a un médico que llegó a ser intendente de Basavilbaso, el doctor Alberto Lescano, que le confirmó que tiene una polineuropatía tóxica . O sea, había estado en contacto con tóxicos que le habían provocado una serie de desajustes a nivel corporal, que sólo eran explicables por una alta exposición de sustancias tóxicas», explicó Fernanda Sandez, autora de La Argentina fumigada.
“Me envenenaron y me metieron en una prisión domiciliaria”, señaló hace un tiempo en una entrevista a un medio litoraleño. “Mi vida transcurre en mi casa. Me jubilé por incapacidad y me detectaron polineuropatía tóxica severa, la ‘enfermedad del zapatero’. Es aspirar los solventes que traen las sustancias, que son todas similares y afectan el sistema nervioso periférico”. “Ahora también me está afectando la conciencia. No sabía que el veneno modificaba el ser consciente. Estoy perdiendo la vida”, señaló en ese momento.
Su imagen se hizo mundialmente conocida cuando el fotógrafo Pablo Piovano lo retrató en 2014 en su exposición El costo humano de los agrotóxicos, una cruzada por el noreste argentino buscando visibilizar el lado más oscuro del agronegocio.
En marzo de 2018, Tomasi escribió una carta para la Garganta Poderosa, un testimonio desgarrador sobre sus miedos y esperanzas: “Desde muy joven, durante muchos años, trabajé en el campo guiando avionetas, en contacto directo con agrotóxicos. Y yo soy de Basavilbaso, Entre Ríos, donde la gente aprendió a pasar por encima de la frustración sobre las carrozas de los carnavales. Nunca participé de ninguna fiesta. Ni antes, porque jamás me alcanzó el dinero, ni ahora, porque hace mucho tiempo me diagnosticaron polineuropatía tóxica severa, con 80 % de gravedad: afecta todo mi sistema nervioso y me mantiene recluido en mi casa.
“Mis primeros síntomas fueron dolores en los dedos, agravados por ser diabético, insulinodependiente. Luego, el veneno afectó mi capacidad pulmonar, se me lastimaron los codos y me salían líquidos blancos de las rodillas. Actualmente tengo el cuerpo consumido, lleno de costras, casi sin movilidad y por las noches me cuesta dormir, por el temor a no despertar. Tengo miedo de morir. Quiero vivir”.
Tomasi era plenamente consciente de su rol en la lucha contra el agromodelo. En su carta lamentaba: “Hoy sólo puedo ver la cara de Antonella González, una nena que murió de leucemia en el Hospital Garrahan, hace apenas 4 meses. Había nacido en Gualeguaychú, hace apenas 9 años. Y falleció, víctima de los agroquímicos. Los médicos lo sabían, todos lo sabíamos. Como también sabemos que un 55 % de los internados en el Garrahan por cáncer, provienen de nuestra provincia. La más fumigada del país, una de las más envenenadas del mundo”.
“Tengo miedo de morir. Quiero vivir”, sentenciaba en su carta en LGP. “Tal vez, ese miedo me pueda servir de escudo, una especie de anticuerpo, como el humor. O como tanta gente que me ayuda para que pueda estar escribiendo, en vez de largarme a llorar, porque la enfermedad me hizo adelgazar 50 kilos y he visto mucha gente fallecer por consecuencia de las fumigaciones, pero nadie se anima a hablar. Mi hermano Roberto, sin ir más lejos, fue otra víctima más de las lluvias ácidas que arrojan sus avionetas: el cáncer de hígado no lo perdonó. Jamás voy a olvidar su agonía, escuchándolo gritar toda una noche de dolor. Mi papá falleció así, con esa tortura en la mente y tragándose silenciosamente la impotencia de verme así. Ahogado, de rabia y de temor”.
“Yo no quiero ahogar mis palabras. Quiero gritar”
“No todo es brillantina y diversión en lugares como San Salvador, el “Pueblo del Cáncer”, donde la mitad de las muertes derivan de la misma causa”, relató Fabián a La Garganta Poderosa. “Allí, el carnaval nunca llega… Y sí, recibí muchas amenazas por visibilizar lo que nos hacen comer, respirar y beber a diario. Pero ya no basta con decir “Fuera Monsanto”, porque las cadenas de maldad hoy se extienden al resto de las compañías multimillonarias y se enredan con el silencio. Pues no hay enfermedad sin veneno y no hay veneno sin esa connivencia criminal entre las empresas multinacionales, la industria de la salud, los gobiernos y la Justicia. Hoy más que nunca, necesitamos que paren y para eso debemos luchar, aun en el peor de los escenarios, porque nuestro enemigo se volvió demasiado fuerte. No son empresarios, son operarios de la muerte”.
Entre Ríos Ahora