Foto: Silvia de niña. Es una de las pocas fotos que guarda de su niñez.

Tiene 44 años. Parte de su niñez transcurrió en Entre Ríos. De aquella época no guarda los mejores momentos; por el contrario, aún sana las huellas que dejó el abuso sexual infantil.

Pasaron 35 años pero la herida sigue abierta y los recuerdos siguen ordenándose. Silvia Aguilar llegó a Gualeguaychú por el destino de sus padres y vivió años de horror. Entre el hambre y los abusos del hombre que le brindó un techo a su familia, debió hacerse fuerte. Hoy busca su identidad y sospecha que puede ser una nieta apropiada.

Aguilar tiene 44 años y actualmente vive en Buenos Aires, pero parte de su niñez transcurrió entre Pueblo Belgrano y Gualeguaychú. De aquella época no guarda los mejores momentos; por el contrario, aún sana las huellas que dejó el abuso sexual infantil.

Ya es una mujer adulta; casada y con dos hijos, uno de 21 y otro de 14 años que saben cada uno de los momentos que vivió. Ahora, se animó a contárselo a todos a través de una entrevista con el diario ElDía.

«Nosotros éramos de Buenos Aires y nos fuimos a vivir a Pueblo Belgrano. De grande descubrí que nos mudamos porque mi papá colaboraba con los militares en plena Dictadura y nos íbamos como escapando. Llegamos primero a Gualeguaychú, donde vivimos en un lugar cerca de unos silos que no recuerdo muy bien. Después mi papá tuvo una conexión con otra persona y nos llevaron a la curva de Fiorotto, a la casa de un hombre que tenía una carnicería y su apodo era ‘el Chancho’. Nuestra familia pasó de vivir en una casa armada, divina, con un papá que trabajaba todos los días y nunca nos faltaba comida, a salir huyendo en una camioneta para vivir en pésimas condiciones».

Así empieza el relato de Silvia, luego de tantos años de silencio y sanación. Los recuerdos de su niñez están divididos entre una casa hermosa, con una mesa en la que nunca faltaba para comer, y la desidia total y la hambruna desmedida.

«Mi mamá siempre dijo que no sabía que mi papá trabajaba para los militares. Recién ahora estoy rearmando mi historia, recordando y entendiendo cosas. Yo dejaba que me abusara porque mi recompensa era poder comer», dice Silvia con la voz entrecortada. Pero ¿realmente aquella niña «dejaba» que eso ocurra? ¿O era víctima de un abusador y también de una realidad social y familiar que la expulsaba del sistema, al punto de no tener qué comer?

Silvia reconoce que «a los 9 años no entendía que estaba siendo abusada. De alguna manera dejaba que eso suceda, porque tenía tanta hambre, que después del abuso sabía que podía comer butifarras y robarme unas monedas de la caja registradora. Me saciaba el hambre; tenía mucha necesidad de tener algo en la panza», relata.

Recuerda que «la casa donde nos escondimos estaba en construcción; con las paredes sin revocar, no tenía aberturas y solamente un techo. ‘El Chancho’ nos dio ese lugar y ahí dormíamos sobre los cartones porque no había ni piso; era todo de tierra.

No teníamos cama ni nada; dormíamos en el suelo. Estábamos con mamá, papá, mi hermana adolescente que cuidaba a una mujer mayor en Gualeguaychú, y mi hermano de 4 años».

«Nosotros íbamos a la escuelita de la curva de Fiorotto; mis padres no nos daban mucha atención. Parecía que cada uno estaba en la suya. Mi papá para vivir hacía artesanías de caña; vendía maceteros y cortinas ahí en la ruta; yo lo acompañaba siempre. Ahora me recuerdo como animales con necesidad de cariño porque ni las necesidades básicas teníamos», dijo Silvia.

A pesar del hambre y de las necesidades básicas sin cubrir, como una cama y un plato de comida, este abusador les daba un lugar donde refugiarse, un techo. Eso debía ser «agradecido», según la mirada de los padres de Silvia.

«Mis padres lo idolatraban porque nos daba un lugar gratis. Había que ponerlo en un pedestal. Este hombre tenía una carnicería chica con una ventana y una puerta mosquitera; el mostrador y un cuartito atrás que era el costado de la cámara frigorífica. Ahí él tenía una banqueta medio alta, de madera y el asiento era de un tejido como de junco.

Él me sentaba ahí: Yo siempre usaba la misma ropa porque no tenía otra cosa. En ese momento me habían regalado un enterito azul de corderoy largo.

Era un pantalón con pechera y en los costados, abierto; él se ponía atrás y metía su mano por el costado de la pechera hasta mis genitales y con la otra mano ‘no hacía nada’. Ahora de grande, me di cuenta lo que estaba haciendo. Yo me callaba, me callaba. . . y pasó una vez, dos veces, tres, cuatro, pero yo en mi cabeza pensaba en la caja registradora y en la comida.

Cuando terminaba de abusarme, abría la caja registradora y ponía unas monedas para que yo las robe y se iba a tomar al bar. No recuerdo si él me decía que no hable. . . bloqueé mucho de esos momentos».

Silvia recuerda que sus padres nunca le hablaron de sexualidad ni de qué cosas no tenía que permitirle a un adulto. De todos modos, ella sabía que algo estaba mal y que eso no tenía que estar pasando.

«Yo me bloqueaba y hasta en un momento pensé que hasta era algo cariñoso porque él no me lastimaba», confesó.

«Me dijeron que me calle la boca y que deje de ser mentirosa»

Silvia tenía 9 años. El hombre que abusó de ella por más de un año tenía más de 40. Lo recuerda como «un hombre gordo. Siempre tenía el llavero colgado al costado; no sé si vive o no. Tenía una mujer que era maestra y tenía cuatro hijos».

«Siempre me abusaba con la luz encendida y sentada en la banqueta, pero un día apagó la luz. Justo en ese momento entró un vecino a la carnicería. Yo ya estaba sentada en el cuartito y de repente entró el señor que vivía enfrente a comprar. Sonó la puerta metálica y él prendió la luz y salió. Al parecer él salió acomodándose la ropa. El vecino vio esa situación y se fue . . . y se fue . . . y se fue», repite Silvia como no queriendo creer que todo aquel horror fue cierto.

Cuando logró contárselo a sus padres, le dijeron que se «calle la boca y que deje de ser mentirosa; inclusive me pegaron con una caña».

«Después él terminó de construir el nuevo local y mudó su carnicería que tenía un ventanal. Entonces ya no podía hacer lo mismo ni tener el mismo contacto conmigo», rememora años después.

Acostumbrada a recibir comida o monedas a cambio de su silencio, un día Silvia se animó a robar unas confituras para comer. Su padre la encontró y comenzó a gritarle. Ella quiso explicarle por qué estaba haciendo eso, pero él no quiso escucharla: sólo la golpeó.

Silvia presiente que ella no fue la única víctima de este hombre. «Si me lo hizo a mí, seguramente se lo hizo a otra mujer, pero ahora ya no puedo ir a denunciarlo para que me digan: ¿Cómo vas a demostrar que esto pasó? Y además, no sé si sigue vivo o no».

«No sé si soy hija de desaparecidos»

La vida de Silvia fue marcada por los abusos de un inescrupuloso y por el silencio cómplice de sus padres. Tiempo después, el Chancho echó a todos de su casa y debieron refugiarse en otra vivienda camino al Ñandubaysal.

«Ahí nos prestó una casa un militar retirado, por eso yo supongo que eran contactos que él tenía. Ahí estuvimos unos pocos meses y ellos se van; me abandonan y me dejan con una familia. Al señor le decían Coco, tenía un camión y era hachero; yo me quedaba en el campo con la señora. Después de ocho meses me volvieron a buscar y ya estaban viviendo en Gualeguaychú», relata.

«Mis recuerdos pueden estar desordenados porque no puedo atarlos a un día especial: ya sea una fiesta o un cumpleaños, porque había tanta hambruna, tanta miseria que no recuerdo ningún día en especial», dice Silvia con dolor.

Cuando Silvia se convirtió en una persona adulta, descubrió que sus padres no eran sus padres biológicos. «Ahora entiendo por qué tanto destrato», reflexiona como buscando una explicación.

Ella nació el 14 de mayo de 1974. Habló con Abuelas de Plaza de Mayo y no le tomaron el caso porque buscan desde el 1 de enero de 1975. Según relata Silvia, son muchos los que están en un vacío legal donde nadie les da respuestas.

«No sé si soy hija de desaparecidos o de quién, pero es importante saber que cuando mi papá se iba a trabajar en Buenos Aires, se calzaba las botas, el cinto militar, el tarjetero y salía? según contaba era repartidor de una casa de repuestos en Once, pero él se iba muchos días. Cuando yo le pregunté un día, me respondió que le tocaba ir a La Charata, donde había un centro clandestino. Todo esto fui descubriéndolo de grande».

«Insistí con Abuelas; fui al Registro de Identidad en Paraná, pero no pueden hacer nada si no autorizan las Abuelas», lamentó.

Fuente: El Día

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