En los últimos años, ha aumentado exponencialmente el consumo de droga en la ciudad y cada vez más temprano los niños y adolescentes están expuestos a esta realidad. Junto al alcohol, la cocaína es una de las sustancias más adictivas, pero desde ya hace un tiempo no sólo la aspiran por la nariz, sino que también la fuman.

“No hay paco en Gualeguaychú”. Esta es una frase que se escucha de vez en cuando desde alguna dependencia oficial. Pero la calle deja ver otra realidad. Primero, suponiendo que no haya paco (sustancia similar al crack, elaborada con residuos de cocaína y procesada con ácido sulfúrico y queroseno), sin considerar estadísticas oficiales –inexistentes– es fácil ratificar el aumento de jóvenes en consumo de drogas en cualquier barrio de la ciudad, hablando con los vecinos o consultando en las decenas de grupos para adictos que hay Gualeguaychú. El alcohol, las pastillas y la cocaína son, sin dudas, las drogas más consumidas en la actualidad. Pero, en segundo término, y más allá del nombre que se le quiera poner, es una realidad el creciente consumo de Cascarilla, de similares características al Paco, tristemente bautizado como la droga de los pobres, la que más rápido mata.

¿Qué es la Cascarilla? A diferencia del Paco –se compra la dosis lista para ser consumida, generalmente cortada con veneno para ratas, vidrio molido y otras sustancias–, el proceso lo lleva a cabo quien la consume. La dosis de cocaína (conocida como “bolsa” por el envoltorio de nylon en que es distribuida por los punteros o dealers) se pone en una cuchara sopera, se mezcla con bicarbonato y en ocasiones se le agrega agua; eso se calienta con fuego hasta que hace ebullición y se deja enfriar, para que se forme una especie de cáscara consistente (de allí el nombre); una vez fría, se hace polvo y se deposita en una pipa (generalmente es un caño casero con “virulana” dentro, material que retiene la droga), junto a cenizas de cigarrillo.

“Es diferente al Paco, pero el efecto es el mismo”, coincidieron los adictos en recuperación que consultó ElDía para realizar este informe. “A diferencia de la merca (cocaína), te fumás un pipazo y querés otro, a los dos minutos querés otro, y al rato, otro. Y cuando te quedás sin droga hacés cualquier cosa para comprar más”, relataron.

 

Lo peor

Los testimonios relatados a continuación pertenecen a tres jóvenes de Gualeguaychú, de 21, 22 y 26 años. Sus identidades permanecerán en el anonimato por explícito pedido de ellos, ya que “la sociedad muchas veces no está preparada para entender a un adicto, entonces te juzga”. Así que, a los fines de ponerle nombre a nuestros tres protagonistas los llamaremos Pablo, Juan y Santiago.

Pablo (21) y Juan (22) son hermanos, nacieron en Gualeguaychú y de chicos se fueron a vivir con su familia a la Ciudad de Buenos Aires. También muy de chicos se cruzaron con la pasta base (Paco), cuando apenas tenían 12 años. “Fue como jugando. Un día nos cruzamos a un tipo que nos ofreció y probamos. Y a lo primero no te creaba adicción, por ahí fumábamos los fines de semana y nada más. Pero con el tiempo se vuelve cada vez peor, hasta que en un momento lo único que te importa es tener base para consumir”, explicó Pablo a ElDía.

Los hermanos contaron con total naturalidad las cosas por las que pasa quien consume Paco: desde robar a cualquier transeúnte, hasta meterse a cualquier hora en la villa más peligrosa de Buenos Aires; de robar la mercadería de su casa hasta vender zapatillas y la ropa puesta por una dosis.

“El adicto a la base hace lo que sea por consumir. Tengo amigos que murieron por la droga, pero tengo dos amigos que se murieron en accidentes de tránsito: iban en moto a pegar (comprar) y cruzaron un semáforo en rojo, porque cuando vas a comprar de verdad no te importa nada, los chocharon y se murieron. Esa es la realidad, es triste, pero es la realidad”, relató uno de los hermanos.

Ya de vuelta en Gualeguaychú hace algunos años, ambos se encuentran “en permanente recuperación”, tratando de encontrar contención en la familia y en uno de los hogares que funcionan en la ciudad, “que es distinto a los otros lugares en los que hemos estado internados”, porque “de verdad te dan herramientas para cambiar”.

Sobre la Cascarilla, Juan aseguró que en su barrio “hay como quince tranzas (punteros, dealers) en un radio de diez cuadras” y aseguró que “es muy barato drogarse, inclusive si no tenés plata el tranza te agarra comida, mercadería, ropa, lo que sea por un par de dosis”.

Por su parte, Santiago tiene 26 años y consume cocaína desde los 12. Hace siete meses que está en tratamiento y hace poco más de dos que tuvo su última recaída. “Siempre tomé (aspirar por la nariz), pero en las últimas veces la fumé”, contó el joven que, al igual que los otros entrevistados, sostiene que “la angustia, la soledad y el vacío que te da en la recaída (situación de volver a consumir luego de un tiempo sin hacerlo) es una cosa horrible, es lo peor”.

“Perdí toda mi familia, perdí la confianza de ellos. Trabajaba para drogarme, llegué a dormir debajo del puente del arroyo Gualeyán tres noches, sólo, sin nada. Ese fue el límite, en noviembre del año pasado empecé la recuperación y en eso estoy. Es difícil, pero con ayuda voy estando cada día un poco mejor”, agregó.

Los tres testimonios consultados por ElDía son apenas una muestra de la realidad por la que atraviesan cientos de niños y jóvenes en la ciudad. Aunque no se vea, aunque no haya políticas fuertes de parte de Estado en este sentido y aunque muchos elijan mirar para otro lado, esta es una realidad por la que atraviesan cientos de personas y cientos de familias enteras detrás de ellos. Muchos se están recuperando y luchan por las noches con el sudor de la abstinencia o la tristeza con la que convive cualquier adicto. Muchísimos otros, no tienen a quien recurrir ni quien les extienda una mano. Y caminan como zombis por la vida, con los ojos tristes y perdidos, pensando en el próximo pipazo, en la próxima dosis de Cascarilla. (El Día)

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