En el nombre del padre, del hijo y de la bolsa de arroz

Juan Domingo V. creyó que el mundo era sano, que el mundo era bueno, que las bendiciones existían y que un predicador podía aparecer una tarde por el éter  modulado, anunciar las bienaventuranzas y pararse en una esquina cualquiera de la ciudad y dictaminar, con la certeza de una verdad revelada, sobre destinos ajenos.

Juan Domingo V creyó en todo eso.

Fue aquel sábado de invierno. Fue en su casa. Fue la tarde esa cuando puso la radio en FM y en la FM apareció el mesías. El mesías tenía nombre corriente, Máximo Antonio Núñez, pero un mesías que resultaba convincente, que prometía paraísos.

Después, sólo muy despues, resultó –a eso lo supo, tarde, Juan Domingo V.—un mesías de pacotilla: un predicador de película clase B, embustero y ladrón. Pero esa tarde de invierno, cuando puso la radio en FM y lo escuchó por la radio de FM, no sabía nada de eso.

Máximo Antonio Núñez nunca dijo ser el mesías. A decir verdad, hizo su negocio, un negocio que transita camino de cornisa: prometió bendiciones, pero las bendiciones no se consiguen en la góndola del supermercado, ni se compran por Mercado Libre, ni caben adentro de una bolsita de plástico, pero en un juego de mentiritas, de prestidigitación.

Juan Domingo V. no recuerda bien cómo se presentó: duda entre curandero o parapsicólogo. Como fuere, creyó en el mesías –una licencia literaria: mesías—y acudió a su convocatoria. Aquel sábado de invierno, Máximo Antonio Núñez, el mesías, el parapsicólogo, el curandero, prometió recibir a los interesados en su mercadeo radial. Dijo, palabras más, palabras menos, que ese sábado frío de julio, después de las 16,30, estaría frente a la FM “repartiendo perfumes con propiedades curativas, por lo cual no cobraba ninguna suma de dinero sino que los ofrecía por una propina a voluntad”.

Eso dijo Juan Domingo V. en su denuncia en la Justicia, una denuncia urgente, a toda prisa. Tan rápido fue el trámite que no hubo tiempo necesario como para alcanzar dos testigos civiles que certificaran su declaración. En la inmediatez, Santiago Gómez y Jonathan Cabral, agentes de la Policía, suplieron esa escasez.

Juan Domingo V no reveló haber probado los perfumes con propiedades curativas, ni haber experimentado esa sanación por vía de las fragancias. Fue a la Justicia con ánimo de denuncia.

Todo, claro, empezó en aquel encuentro, la convocatoria del mesías para que los vecinos de Nogoyá acudieran a esa esquina de la radio donde enterarse qué tan curativos eran los perfumes que llevaba consigo. Juan Domingo V. fue hasta allí. Allí, justamente, el mesías puso su mirada en Juan Domingo V, “y mientras me daba el perfume, me decía que sabía que yo era una persona muy buena y frases halagadoras hacia mi persona, y que sabía que yo tenía un dinero guardado, que él iba a ir a mi casa al otro día para bendecirla, para que nunca me faltara; es así que yo le di mi dirección y me dijo que iría a las 8 de la mañana. El día domingo esta persona llegó a mi casa a las 11, en un remís de  color blanco, que no recuerdo marca o modelo y no llegué a ver de qué empresa era; ingresó a mi domicilio y comenzó a hacer lo que parecían ser bendiciones, mientras decía unas palabras que no sé qué quería decir, luego de ello me preguntó acerca del dinero que yo tenía”.

Ese era el punto. El mesías no buscaba las altura sino la espesura de un fajo de billetes. No llevaba consigo un saco lleno de bendiciones sino la más rastrera de las aspiraciones: conseguir plata de modo muy fácil, embaucando incautos.

Juan Domingo V. fue en busca del dinero, $10 mil, “doblados en forma de fajo, se los di y me pidió arroz y una bolsa. Colocó el dinero en la bolsa y le echó encima el arroz mientras decía otras palabras que no sé qué significaban, luego cerró la bolsa y me la da manifestándome que le haga siete nudos, y luego la tomó y la guardó en su bolso, diciéndome que el día lunes, a las 18, volvería con el dinero ya bendecido”.

Sólo Dios sabe de bendiciones. También los santos. Y los curas. Pero Máximo Antonio Núñez nada de eso.

Llegó el lunes y el mesías no apareció. Las bendiciones, tampoco. El dinero, menos.

Lo primero que hizo Juan Domingo V. fue ir al Gran Hotel, el sitio donde el mesías había dicho que se hospedaba. Pero en el Gran Hotel el mesías no estaba. Ni las bendiciones, ni la bolsa con los granos de arroz y los $10 mil.

Después de sobreponerse a la impavidez, en la Justicia de Nogoyá el fiscal Rodrigo Molina envió el caso a mediación. No hubo, va de suyo, mediación posible. Juan Domingo V. no buscaba mediación sino recuperar su dinero.

Todavía no lo recuperó, claro.

Ahora, el caso avanza por un carril más intenso, aunque nada es seguro: el brazo del mesías puede ser largo, pero no generoso.

Entre Ríos Ahora

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